viernes, 7 de marzo de 2008

Quiero irme con los comunistas, quiero tener una banda de electro rock, quiero conocer París!


Austria

Un salón de baile bañado en luz límpida, que impide reconocer el momento del día. Contra las paredes, taburetes y canapés, bajo los cuadros de pasadas emperatrices, invisibles bajo el fuerte brillo del que sólo se destacan las ajaduras del óleo. En algún lugar hay un piano ; se escucha un vals ejecutado con torpeza. Bertha, la invitada, entra por una puerta lateral, cargada de cosas y con una mano en su cabello. Intenta anudarse el pelo con un lápiz. Necesita la otra mano. Deja las cosas en uno de los taburetes, con cuidado. Cuando lleva ambas manos a la cabeza, su camisola se levanta.
Sus labios son rojos y su piel blanca, muy blanca y pulida. Cuando tira del cabello la frente se estira y asume el color azul verde de muchos vasos sanguíneos. Recoge sus cosas y se acerca al piano, ubicado en una de las esquinas del salón, bajo el retrato de un general que venció a los turcos. "¡Basta con ese vals, siempre igual!". Sus vocales largas distraen a Eva, la joven heredera, que levanta frenéticamente las manos del teclado. Pestañea varias veces, como resultado de un exceso de concentración interrumpido, no contesta. "No soporto esa música", dice Bertha, "me gustaría tener una banda de electro rock, pero en este país no se puede, porque es muy conservador. Si ni siquiera encuentro sandalias que me gusten".

Eva revisa la partitura. Aun debe contar para llegar a un cierto la, aunque recuerda haber pensado que un re podía orientarla, y se castiga por el desliz clavando las uñas de su mano izquierda en la madera del taburete.
"No puedo soportar que todo sea tan oficial, tan soirée", dice Bertha, siempre con sus cosas.
"¿No crees", pregunta Eva, volviéndose, "que le hemos enseñado a Europa lo que es la cortesía, que hemos vencido a Paris?".
"No últimamente".
"¿...Que nuestras maneras, nuestro teatro, nuestro Strauss, no tienen nada que envidiarle a nadie?"
Bertha resbala por la tersa madera del suelo, y cae de rodillas golpeándose una pierna con el taburete en el que está rígidamente sentada Eva. Su olor a nada, a pulcritud, la embriaga.
"Deberíamos a ir a otra ciudad, donde verdaderamente pasen cosas... a una ciudad de América", dice.
Eva vuelve a su vals, pero tan desconcentrada, que el compás se quiebra en seguida, y la uña larga de su índice permanece palpitante sobre una tecla pulsada.
Bertha desliza suavemente su cabeza sobre el lado de su amiga, luego la espalda, presionando con su nariz, buscando las costillas envueltas en un músculo liviano.
"Solamente quiero cantar", se lamenta, "y aquí es imposible... sin ser gorda". Echa su cabeza atrás y se suelta el pelo, dejando el lapiz en el teclado, sobre el do central. "Quiero que alguien me saque de esta mierda y no volver a pensar más en Hofmannsthal ni en nada", dice, abrazando a su amiga.
"No tienes por qué pensar en ese tipo de cosas".
"Pero lo hago, porque me aburren tanta limpieza y tanta nobleza, en este cambio de siglo..."
Eva gira sobre sí misma, cruzando su pierna izquierda sobre el taburete, sobre la que cae la mano de Bertha.
"Eva... quiero irme con los Comunistas".
Eva sonríe.
"Entonces deberás irte lejos, y no volver a verme".
"¡Eva, ellos no son malos! ¡Tú no los conoces bien, ese es el problema!
Los labios finos de Eva se contraen, en una mueca sombría. Bertha hunde su mano derecha en el pálido cabello de su amiga, sintiendo su nuca, su cráneo.
"Eva... ven conmigo".
"¿Crees que mis padres lo permitirían?"
"Tus padres no permitirían nada más que valses, y dejarte pintar para colgar por ahí, dejarte llenar la ropa de espirales por ese decadente hacedor de encargos burgueses".

"A mí me gustan las espirales, los adornos. Soy joven, quiero que mi retrato sea una Nuda Veritas.
"¿Con tus caderas salientes y tu piel enrojecida por el contraste y los glacis demasiado fuertes de ese talabartero pintor secesionista?"
"Tú no sabes nada de pintura. No me hables más".
Bertha sacude a su amiga violentamente. Ambas caen al suelo, encimadas, sus labios se tocan, los de Eva, indeciblemente frágiles, y los de Bertha voraces, saturados de su cabello espeso. Sus brazos, como multiplicados, recorren la silueta mortecina de Eva, a quien el pudor paraliza impidiéndole cualquier reacción. Bertha, pronto hastiada de ese cuerpo helado, rígido y fácil, la quita, se arrodilla sobre el suelo y abre su camisola, exponiendo parcialmente sus senos bajo el largo cabello en desorden.
"¡Si pudiera encontrar un brazalete serpentino en oro con incrustaciones de esmeraldas, y viajar a Paris y conocer artistas!".
"Pero eso debe haber pasado de moda en Paris", dice Eva, otra vez repuesta y serena, retirándose a la pared, apoyándose en ella, tras el taburete, buscando la mirada, en el retrato de su antepasado, un general vencedor de los turcos.
(Claudio Iglesias)

1 comentario:

enrique dijo...

lo hiciste de nuevo...